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‘El Caminante’, por Andrés Isaac Santana

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Manuel Vilariño Seda de Caballo TabacaleraAl despertar, 2011 © Manuel Vilariño, VEGAP.

Andrés Isaac Santana

El Caminante

La obra de Manuel Vilariño dispensa el ensayo más acabado y soberbio sobre dos de las figuras centrales de la vida y la cultura contemporáneas: la nostalgia y la fuga. Y lo es por razones que exceden, con mucho, el ámbito de la representación para acreditar su fruición y permanencia en el orden de lo simbólico. Su obra es fina escritura, deambular meticuloso de la subjetividad que otea en el horizonte de lo inasible y que busca allí, en ese lugar de la ambigüedad que rige el relato de las predicciones más o menos estables, la poética de lo accidentado, el signo de la revelación, el discursar de la belleza y de la hermenéutica en una conjugación holística que convierte la obra en texto, en hecho, en hallazgo refrendado frente a la idea de pérdida.

Un viaje de rigor a sus premisas estéticas y discursivas, como el que propone esta muestra comisariada de manera impecable y ejemplar por el crítico, ensayista y curador Fernando Castro Flórez en el Centro Cultural Tabacalera de Madrid, advierte de la singularidad de su lenguaje y del modo como este, en diálogo con la poesía, fragua un alfabeto de simbologías y de metáforas inscritas en el tejido de la abstracción literaria por sobre la tiranía del modelo mimético de la imagen. Vilariño es un artífice de la invención, un árbitro de los impulsos seminales que engendran -por su misma naturaleza- lo real de la poética. Esta obra no revela reproducción artesanal ni abdicación soñolienta ante el principio de realidad que está ahí fuera de la imagen y de sus señas. Por el contrario, gestiona la facultad inventiva y narrativa del hecho estético en un acto de reconciliación y de amor, de redención y de cierto trascendentalismo. El relato dispensa audacia y mucha gracia en su trato con la espesura y autoridad del imaginario propuesto. Es así que su viaje, contrario al de ese turista mediocre de la sociedad globalizada que fija su doctrina en el todo incluido, supone una intromisión en los estratos fosilizados de la memoria cultural y en los recodos de esa alteridad que habita en toda existencia ajena a mí, al dominio infinito y torpe de mis predicciones. Y no por ello la recuperación de ese otro, animal o humano, entraña dosis alguna de exotismo o de canibalismo ecuménico. Tal y como subraya Castro Flórez en el catálogo de la muestra, “no es ese el desplazamiento de Vilariño, al contrario, él evita toda superficialidad, comportándose como un chamán, escenificando de forma ritual lo que fotografía, reivindicando la experiencia del nómada. Vilariño encarna el deseo humano de hacer nuestro hogar en la naturaleza (…) Ahí, en pos de lo desconocido y, sin embargo, cercano-familiar, es hacia donde se encamina el fotógrafo gallego que se confronta con un núcleo de pureza, una espesura en la que puede llegarse al éxtasis”. No es de extrañar entonces que Vilariño se defina a sí mismo como un “hermeneuta del silencio”, si partimos del hecho de que toda la obra no es sino un tratado de reverencia y de restitución –casi litúrgica- del aura de todas las cosas. El artista concede especial atención a la inmanencia de los detalles, a ese verbo que escondido en la masa muscular de las materias raras y ajenas, hace aflorar su huella en la superficie corporal de una entidad tan abstracta como verificable. La obra queda traducida en un acto contemplativo, en un ejercicio feroz de introspección intelectual y de ardor sexual que conquista el erotismo de las voces en una cartografía asediada por el desgaste y la vulgaridad de la tropología sin mayor calado. En su caso, “la aventura estética no tiene, en ningún sentido, carácter turístico, al contrario, ni hay una pulsión en pos del souvenir, sino una posición meditativa de orden poético o, en otros términos, una experiencia del pensamiento en la que no necesita de carta ni cartografía, expuesta al evento en el sentido de la venida del otro, de lo radicalmente otro, vale decir de aquello que no es apreciable. La cámara-cabaña de Manuel Vilariño nos entrega un mundo, hace que veamos lo inanticipable: unas alegorías de la finitud que desbordan todo literalismo (…), realiza una zoografía como retrato de lo vivo que está muerto, sedimenta paisajes atravesados por la niebla , una tierra que tiembla y está anunciando el surgimiento de lo inesperado, retoma el género de la naturaleza muerte para pensar la posibilidad esencial de lo visible, completa un trayecto de enorme intensidad que le lleva a conseguir la mirada de la cosa misma”. Ahora, apenas, se nos ratifica lo notable y lo digno de las escrituras que traicionan en su operatoria la lógica demencial del émulo. Sin embargo, la suya lo era antes de esta celebración hiperbólica. Apartado del estrés y de la anarquía de ese modelo, su narración iconográfica tensa las relaciones entre lo sublime y lo concreto. Y, por esa vía, se adentra en el territorio de la memoria cultural y afectiva. El hecho fotografiado adquiere carácter de escritura y expande así su significación respecto del accidente reproductivo al hallazgo ficcional de acento casi filosófico y literario. Más que un signo fotográfico independiente o sujeto a la inmanencia de lo real, la propuesta de Vilariño se torna de ese modo una acepción ontológica que exorbita lo que ya existe fuera de esa captura del tiempo que ocupa la imagen. De tal suerte, construye imágenes que, venidas de la realidad exterior, se articulan como alegorías convincentes de la posibilidad utópica en medio del naufragio y de la sordera. La ideología instrumental de la razón en tanto que conquista del medio y del tiempo, se revela desasida y carente de sentido en el trazado de una narrativa que alcanza, como pocas, el estadio de la delectación y del goce. Quizás por ello, en parte, el comisario de la muestra afirma que el artista “conoce a la perfección el placer de la deambulación: su mirada es la de un nómada que, paradójicamente, ha construido un territorio imaginario propio”. Tal imaginación, portentosa en su hondura y elevado carácter, se corrobora en el dispositivo museográfico de una muestra que, sin incorporar todo el cuerpo de su obra y de su quehacer como poeta, logra revelar las claves estructurales e ideo-estéticas y los aspectos más relevantes del movimiento cíclico y retórico que ha sustantivado su obra a lo largo de estos años. La estructura argumental de la misma, sin alardes grandilocuentes ni exageraciones en sus apartados temáticos y conceptuales, va dando cuenta de cada una de las etapas del trabajo del artista. El contrapunto de imagen y texto, basado en una amplia selección de poemas que se proyectan sobre el muro, resulta uno de los momentos más elocuentes de la propuesta museografía a manos de su comisario. Así, imagen y texto explican las correlaciones y los índices de retroalimentación/dependencia que diagraman y sirven a la consolidación de la poética.

En todos los casos, y en cada momento de este relato, queda sugerido un axioma y es el que advierte que al artista actúa como el gran cazador de todos los tiempos. Su pasión “es semejante a la del cazador”. De ahí la sentencia del comisario cuando señala que “se trata de cazar con violencia, pero también con amor, sabiendo que lo que se desea termina por quedar destruido”. La muerte se convierte en metáfora; la vida en la alegoría de lo que antes fue y luego dejará de ser.

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Andrés Isaac Santana es crítico, ensayista y comisario de exposiciones. Nacido en Matanza, Cuba, en 1973, es Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de La Habana y Máster en Arte cubano en la misma Facultad. Autor de varios libros sobre arte cubano y latinoamericano y de más de trescientos artículos y ensayos en medios especializados, entre su obra destacan los libros Imágenes del desvío: La voz homoerótica en el arte cubano contemporáneo (J.C. Sáez Editor. Santiago de Chile. 2003), Ensayo sobre el tratamiento de la sexualidad y los discursos de género en el arte cubano contemporáneo y la antología revisada de la crítica cubana en los 90 Nosotros, los más infieles: Narraciones críticas sobre el Arte Cubano 1993-2005, publicada por el sello editorial CENDEAC (Centro de Documentación y Estudios Avanzados de Arte Contemporáneo), en enero 2008 Ciudad de Murcia. Su último libro es Sin pudor (y penetrados) (Aduana Vieja, 2013).

 


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